Sobre Dario Fo y Bob Dylan

El mundo se convulsionaba tras el premio Nobel de Literatura a Bob Dylan y yo (fue lo primero que se me vino a la cabeza) me acordé del Quijote y (más concretamente) de la aventura de los batanes. A Don Quijote y a Sancho Panza se les echa la noche en medio del bosque y comienzan a escuchar unos golpes atronadores, unos golpes que levantan el suelo y alborotan las copas de los árboles. Don Quijote le explica a Sancho Panza que ese sonido colosal que están oyendo es la evidencia de que anda muy cerca el gigante más horrible de todos cuantos deambulan sobre la costra de la tierra, con el que tendrá que entrar en desigual batalla y al que tendrá que arrancar la vida (como corresponde a un caballero andante) en cuanto empiece a amanecer. Sancho Panza echa mano de todas las tretas y de todas las excusas que es capaz de inventar para no seguir adelante, pero (ante la terquedad/la determinación de su amo) acaba resignándose a su suerte/a lo que le depare el destino. Don Quijote y Sancho Panza (bajo la única luz de las estrellas) se meten dentro de un arbusto y escuchan (uno al lado del otro/uno abrazado al otro) los estremecedores rugidos del gigante. Sancho Panza no puede contener el miedo que se le agarra a las tripas y se caga en los pantalones. La peste se reconcentra dentro del arbusto y Don Quijote y Sancho Panza tienen que esperar la llegada del amanecer con un pañuelo en la boca/con una pinza en la nariz.

Pero sale el sol y Don Quijote y Sancho Panza asoman la cabeza por encima del arbusto y descubren que los gritos horripilantes no proceden de ningún gigante, sino de la rueda hidráulica de un batán, que golpea los tejidos contra la corriente del río. Sancho Panza rompe a reír y (después de unos momentos de indecisión) contagia su risa a Don Quijote y es precisamente en esa risa en lo que nos tenemos que fijar porque no es la risa que nos desahoga del miedo que hemos pasado ni tampoco es la risa banal que llena de ruido los espacios vacíos del aburrimiento, sino que es la risa carnavalesca/la risa histérica del loco/la risa alucinada del deficiente mental/la risa irritante del bufón/ la risa descacharrante de los de abajo que se ríen en la misma cara de los que nos dicen qué tenemos que pensar y cuándo debemos pensarlo. Las tinieblas de la noche, la profundidad del bosque, el extraño silencio, el susurro de los árboles, las sombras que deforman los objetos les estaban diciendo a Don Quijote y a Sancho Panza que tienen que tener miedo y que si oyen golpes cerca de ellos, a la fuerza tienen que ser los golpes de una criatura que los quiere (como mínimo) matar. Pero después abren los ojos a la luz y la risa de la verdad desenmascara la farsa y a  la mentira se le cae la capucha y deja al descubierto su rostro enflaquecido y amarillento.

Esa es la risa del teatro de Dario Fo. Fue a buscarla muy lejos, a las primeras manifestaciones de la cultura popular de la Edad Media, cuando/donde aún manaba, con una extraordinaria pureza, el agua refrescante de la fuente de la literatura. Dario Fo era el juglar que reúne a la gente en la plaza y les canta (repito, les canta) los dos mil versos que ha memorizado (no para otra cosa servía la rima) para alegrarles la tarde y (sobre todo) para advertirles del peligro de doblar la cerviz y decir amén. Dario Fo era el bufón que le saca la lengua al rey/era el goliardo que eructa en la cara del Papa/era el loco que se descojona de la capa nueva del emperador. Dario Fo sabía que el sacerdocio del escritor no es su obra, sino su vida. Serás un artista o no serás un artista según lo poco que te calles (callarse no es una opción), no según lo que hayas publicado/no según los premios que te hayan dado/no según las entrevistas que te hayan hecho. La tormenta de la cultura popular (uno de cuyos últimos relámpagos era Dario Fo) arremete contra los tejados del poder y algunas veces (incluso) consigue arrancarlos y mostrarnos toda la podredumbre que esconden. 

Cuando los historiadores de la literatura escarban en la arena del tiempo en busca de la primera manifestación documentada de la poesía, indefectiblemente llegan a la canción popular. El origen de la poesía es (con toda seguridad) un hombre/una mujer que no sabe leer ni escribir y que canta su literatura (acompañado de un instrumento) a un auditorio que tampoco sabe ni leer ni escribir, pero que sabe emocionarse con la lírica de la palabra/que sabe emocionarse con la angustia de la literatura. El origen de la literatura (en todos los idiomas y en todas las culturas) es oral y musical. Los que dicen que un cantautor no es un escritor están repitiendo el mantra monocorde de los inflexibles de mente, aquellos que (acurrucados en un arbusto y con los pantalones manchados de mierda) se creyeron las mentiras/las simplificaciones de la cultura oficial/de la intelectualidad/de los que opositan al poder.  

Dario Fo falleció el mismo día que a Bob Dylan le concedían el premio Nobel de Literatura. Dos escritores que concibieron su obra desde la oralidad mucho más que desde el texto escrito y que (por esta carambola del destino) han quedado emparentados para siempre. Ojalá los escritores (los que nos sentamos a escribir al lado de la calefacción) no olvidemos la cuna itinerante y a la intemperie de donde viene nuestro oficio y nunca/nunca jamás abramos los ojos en la oscuridad del bosque (donde no queda más remedio que tener miedo) para cerrarlos cobardemente cuando resurge la molesta luz de la verdad. Y tampoco olvidemos que (más que en la metáfora sesuda) el escritor se reafirma a sí mismo en la carcajada liberadora y en la coz en las pelotas de los que (aunque sea por un instante) nos quisieron controlar.

 

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